Historia del fundador de alcoholicos anonimos AA

William Griffith Wilson
La historia del fundador de Alcoholicos Anonimos

Un diá me dijeron  los médicos dijeron que pronto moriría si no dejaba de beber. pero no era capaz de enfrentarme a la realidad sin grandes cantidades de vodka, seguida por cervezas.

De joven, había venido a la Ciudad de Nueva York procedente de Kansas; me forjé una carrera en relaciones públicas, me casé, tuve tres hijos y establecí un hogar en un elegante suburbio de Connecticut.

En apariencia, era próspero, pero en el interior me atormentaban sentimientos de inadaptación. Tenía 40 años cuando me diagnosticaron una enorme hinchazón abdominal como cirrosis avanzada del hígado. Por todo el cuerpo me habían salido moretones violáceos, y padecía de hemorragias nasales; todo ello es típico de esta clase de lesión del hígado.

En cierta ocasión, durante un viaje de negocios, empecé a vomitar sangre sin parar, hasta perder la mitad de la que tenía en el cuerpo. Me salvaron la vida gracias a transfusiones. Pero no podía dejar de beber, ni siquiera después de que sufrí otra hemorragia.

Por último, mí médico se dio por vencido y me envió al doctor Harry Tiebout, uno de los pocos psiquiatras que en aquel tiempo mostraban comprensión a los Alcoholicos Anonimos y que reconocían el alcoholismo como una enfermedad, no como un defecto de carácter. Tiebout me sugirió que asistiera a AA, pero yo había llegado demasiado lejos para dejar de beber entonces, y por tanto me enviaron a la Granja de Observación, en Kent, Connecticut. Allí, di el primero de los 12 pasos de AA:

Reconocí que era impotente ante el alcohol, que había perdido el control de mi vida. El 4 de julio de 1961, ingresé en la hermandad de AA e inicié una vida de sobriedad.

TRES AÑOS después, cuando me ofrecí a ayudar a AA en sus relaciones públicas, conocí a Bill W. Era toda una leyenda viviente, y me sentí nervioso al entrar en su oficina de Manhattan.

Bill se hallaba sentado en una silla, los pies sobre un viejo escritorio de madera de roble con docenas de quemaduras de cigarrillos. Cuando se levantó, vi que medía casi 1.90, que era delgado y desgarbado. Su rostro era alargado y tenía unos chispeantes ojos azules. Actuó como si verme fuera lo mejor que le hubiese ocurrido en años.

— Yo soy Bill — me dijo al tiempo que tendía la mano — . Soy un borracho.
Empecé a murmurar que le debía la vida, y él, un tanto incómodo, miró al piso.

Con el tiempo llegué al consejo de administración de AA, y estuve en contacto regular con Bill W. En las conferencias y juntas del consejo, a menudo observaba cómo lograba sacar de los rincones a los recién llegados. Él conocía la soledad, la timidez y la inseguridad del alcohólico. «Yo soy Bill», les decía, saludándolos como a mí. «Soy un borracho». Nunca le oí emplear la palabra «alcohólico» al referirse a sí mismo.

Bill actuaba como un hombre ordinario, y lo parecía. Pero era un extraordinario hombre ordinario. No necesité mucho tiempo para comprender que todos los que lo conocían tenían maravillosas historias que contar acerca de Bill y de su esposa, Lois, quien le ayudó a fundar Al-Anon, para las familias de los alcohólicos. Pero nadie tenía una historia que contar mejor que el propio Bill.

Él la llamaba «cuento para irse a dormir».
EAST DORSET, Vermont, contaba con menos de 500 habitantes cuando Bill W. nació allí, el 26 de noviembre de 1895. Creció en un hogar desgarrado por las discusiones, que a menudo hacían que su padre pasara fuera de casa algunos días. Bill conoció esa sensación de desastre que acecha en todo momento, y que muchos niños de hogares rotos han experimentado. Aquello lo atormentaba conforme crecía. Cuando tenía diez años, sus padres se divorciaron y siguieron sus vidas por separado; algo casi inaudito en 1906. Bill quedó a cargo de sus abuelos maternos.

Para contrarrestar su soledad y sentido de insuficiencia, hizo un esfuerzo por sobresalir. A los 12 años empezó a mostrar ambición y espíritu de competencia. Cuando su abuelo leyó un libro acerca de Australia y le dijo que sólo un aborigen de aquel país podía hacer un bumerán, Bill pasó seis meses tallando madera hasta que logró hacer que uno funcionara. Después, consideró al bumerán como una maldición, porque demostró a su ego que tenía la tenacidad y el deseo de ser el mejor en cualquier cosa: música, deportes o ciencia. Por ejemplo, reparó un violín roto y practicó con él hasta llegar a ser el primer violín de la orquesta de su escuela. Sin ser un atleta, se esforzó y logró ser el capitán del equipo de béisbol.

En la cercana Manchester, frecuentado sitio de vacaciones, conoció a Ebby Thatcher, de Albany, Nueva York. Ambos trabaron una amistad que duraría toda su vida. En 1913, dos años después de conocer a Ebby, Bill conoció a otra visitante del lugar: Lois Burnham, esbelta muchacha de una familia de clase acomodada de Brooklyn, Nueva York, y se enamoró de ella. El amor de Lois por Bill fue tan apasionado y constante como el de él, un amor que resistiría las vicisitudes de todos los años de alcoholismo de Bill. Pero el alcoholismo aún estaba en el futuro, mucho más adelante.

Bill no tomó un solo trago de alcohol hasta los 22 años, cuando era oficial del Ejército y estaba acantonado cerca de New Bedford, Massachusetts, durante la Primera Guerra Mundial. El tímido chico de Vermont se sentía incómodo y fuera de lugar en las reuniones, hasta que alguien le dio un coctel del Bronx, mezcla de ginebra, vermut dulce y seco y jugo de naranja.

«Aquella barrera», diría después, suspirando, «que me había separado de los demás, se derrumbó. Sentí que pertenecía al grupo, que era parte de la vida. ¡Cuánta magia había en aquellas bebidas! Podía hablar y ser ingenioso».

En contraste con algunos alcohólicos, que pasan por un lento proceso de creciente dependencia, Bill se volvió un bebedor compulsivo desde el principio. Fue una de esas personas a las que el alcohol les altera poderosamente el cerebro y las emociones. El bebedor no tiene ya ningún control después de tomar el primer trago, que provoca el deseo del segundo.

Bill tenía el cuidado de moderarse en la ingestión de bebidas alcohólicas cuando estaba con Lois y su familia. Se casó con ella antes de que lo enviaran a Francia como teniente segundo en la. artillería de la costa. Allá descubrió el fino borgoña y el coñac. Al terminar la guerra, en 1918, se había demostrado una vez más que era un triunfador, un líder de hombres, un héroe.

Cuando volvió a Estados Unidos, él y Lois vivieron con los padres de ella. De día trabajaba como investigador de fraudes para una compañía de seguros, y por la noche asistía a la Escuela de Derecho de Brooklyn. Pronto lo fascinó la bolsa de valores y llegó a ser un buen analista, agente especulador y dinámico, con clientes en diversas casas de bolsa en Wall Street.

Pero el alcoholismo iba imponiéndose: el día de su examen final en la escuela de derecho, estaba demasiado ebrio. A esas alturas, cualquier fracaso o éxito le servía de pretexto para emborracharse. Y cuando bebía, a menudo se mostraba soez y violento. Peleaba con meseros, taxistas, cantineros, desconocidos. Por la mañana, al sentir culpa y remordimiento, juraba a Lois que nunca volvería a beber; por la noche, estaba ebrio una vez más.

Durante largo tiempo, ambos lograron engañarse. Vivían en un lujoso apartamento, eran miembros de clubes elegantes. Todavía en 1928, Bill ganaba miles de dólares y se bebía una gran parte de ellos. Algunas mañanas, su esposa lo encontraba borracho, tirado frente al apartamento.

La quiebra de la bolsa de valores, en octubre de 1929, echó por tierra lo que no había arruinado la embriaguez de Bill. Muy endeudado, se mudó con Lois a casa de los padres de ella. Lois consiguió un empleo en una tienda de departamentos. Ahora, Bill vivía para beber, porque tenía que beber para vivir.

«Igual que otros alcohólicos», nos decía, «yo ocultaba el licor como una ardilla almacena nueces: en el desván, debajo de las duelas o en el depósito de agua del excusado. Cuando Lois salía a trabajar, yo me reabastecía. Ahora bebía para olvidar: dos o tres botellas de ginebra al día».

En 1932, Bill había empezado a temer por su salud mental. «Una vez, en pleno acceso de embriaguez», contaba, «arrojé una máquina de coser contra Lois, mi querida Lois. En otra ocasión, me sentía tan mal que temí que los demonios que había dentro de mí me hicieran lanzarme por la ventana. Arrastré mí colchón a la planta baja, por si saltaba súbitamente».

A MEDIADOS del verano de 1934, Bill ingresó en el Hospital Charles Towns, de la Ciudad de Nueva York, especializado en el tratamiento del alcoholismo. Casi todos consideraban a los alcohólicos como personas sin fuerza de voluntad, carácter ni disciplina moral. Pero el médico de Bill en el Charles Towns, William Duncan, era uno de los pocos que habían concluido que el alcoholismo es una enfermedad. Dijo a Loís que no eran muchos los alcohólicos en estado tan avanzado como el de Bill que se recuperaban. Ya estaba dando señales de lesión cerebral. Tendría que pasar hospitalizado el resto de su vida.

Pero, después del tratamiento, parecía tan robusto que se fue a casa. Esta vez, dejó de beber varios meses. Pero, a la mañana siguiente del aniversario del fin de la Primera Guerra Mundial, Loís lo encontró en una especie de estupor, aferrado a la cerca que rodeaba la casa. Se miraron, y Bill vio que en los ojos de ella moría el último rayo de esperanza. Supo que estaba condenado. Bueno, así sea, pensó. Y se resignó: Mientras tenga mi ginebra. , .

No mucho después, Ebby Thatcher, viejo amigo de Bill y compañero de borracheras, le telefoneó. ¡Qué extraña coincidencia! (Nosotros, en AA, decimos que una coincidencia es un milagro en que Dios prefiere permanecer anónimo.) Bill lo invitó. Sería bueno compartir unos tragos con su viejo compañero.

Poco después, sonó el timbre de la puerta. Allí estaba Ebby, con la mirada brillante y el aliento limpio de alcohol.

—¿Qué te hizo cambiar, Ebby? —le preguntó Bill.
—He encontrado la religión. De modo que Ebby se había vuelto un chiflado idealista.

» Me imaginé que empezaría a predicarme», recordó Bill. «No fue así. Se limitó a decirme que no había podido ya dejar de beber, que se había metido en dificultades con la justicia y que unos amigos le habían dado un lugar para vivir». Uno de ellos, Rowland Hazard, borracho empedernido, había estado entrando y saliendo de los hospitales durante años.

Finalmente, se dirigió a Cari Gustav Jung, el psiquiatra suizo. Rowland le preguntó si había esperanza.

—Sí —le contestó Jung.

En raros casos, los alcohólicos llegan a tener intensas experiencias espirituales, «desplazamientos y reacomodos emocionales», que, de pronto, les hacen cambiar. Jung había intentado un cambio así en Rowland, pero no pudo.

Sin embargo, un día, Rowland asistió a una reunión del llamado Grupo de Oxford, donde la gente se reunía para hablar de sus propios defectos y seguir ciertos preceptos. Allí experimentó un profundo cambio de emociones y encontró un contacto directo con Dios. Dejó de beber.

Cuando Rowland contó su historia a Ebby en Vermont, se forjó el primer eslabón de la cadena que se convertiría en Alcohólicos Anónimos. Y ahora, Ebby estaba llevando el mensaje a Bill.

«Ebby me dijo que tuvo que reconocer que estaba liquidado», afirmó Bill. «Tuvo que reconocer abiertamente sus pecados, recompensar a quienes había dañado y dar amor sin esperar respuesta. Tuvo que rogar al Dios en que creyera; y si no creía en Dios, actuar como si creyera. Ebby me dijo que no había bebido una copa en seis meses.

«Un par de semanas después, tras otra borrachera, volví al Hospital Towns y me registré voluntariamente. Ebby fue a verme. Sé honrado configo mismo, me dijo. Habla con alguien más. Pero yo no quería saber nada de aquella tontería sobre Dios».

Durante una de sus noches de insomnio; Bill cayó «al fondo mismo» y «se acabó mi terco ogullo». Clamó entonces: «¡Si hay un Dios, que se muestre! ¡Estoy dispuesto a todo!»

De pronto, su habitación del hospital «se iluminó con una intensa luz blanca». Un extraño éxtasis inundó el cuerpo de Bill. «Un viento, no del aire, sino del espíritu, soplaba», fue así como lo describió. «Me sentí en paz. . . y pensé: Por muy malas que parezcan, las cosas están bien con Dios y Su mundo».

Bill fue dado de alta el 18 de diciembre de 1934, y nunca volvió a probar el alcohol. Pero siempre tuvo el cuidado de aclararnos que la mayoría de los alcohólicos no tiene experiencias como la suya. Los más de nosotros encontramos muy lentamente a un Dios, a nuestro propio poder superior.

EN sus primeros meses de sobriedad, Bill sacaba ebrios de los bares y los llevaba a las reuniones del Grupo de Oxford. Les predicaba. Ninguno permanecía sobrio. Trató de ayudar a los pacientes del Hospital Towns. Fracasó. El doctor Silk-worth le dijo que debía hablar con los ebrios, no a ellos, y poner énfasis en la desesperación que la enfermedad produce.

En aquel tiempo, Bill volvía a empezar en Wall Street, pero en un viaje de negocios a Akron, Ohio, sintió la imperiosa necesidad de beber. En el vestíbulo de su hotel, consultó el directorio de las iglesias, seleccionó una al azar e hizo una llamada telefónica. Preguntó al ministro si había allí algún ebrio empedernido con quien pudiera hablar. Esta llamada lo llevó a un médico, el doctor Robert Smith (el doctor Bob, como nosotros lo conocemos), alcohólico desesperado que había tratado de dejar de beber, y no lo había logrado.

Ambos charlaron durante horas. Bill no predicó ni exhortó. Apaciblemente contó su historia, y la sed de alcohol pasó. Y después de una última borrachera, algo le ocurrió al doctor Bob. El 10 de junio de 1935, tomó su último trago. Aquel día nació Alcohólicos Anónimos, aunque aún no tenía nombre.

Poco tiempo después, Bill celebraba reuniones en su casa y, después, en un lugar de la Calle 23 Oeste de la Ciudad de Nueva York, En 1938 escribió un manuscrito de 164 páginas intitulado «Alcoholicos Anonimos», y así fue como nuestra hermandad recibió su nombre. Aquel año se vendieron pocos ejemplares del libro, pero la hermandad empezaba a crecer lentamente.

La primera publicidad que Alcoholicos anonimos recibió por todo Estados Unidos fue la de un artículo publicado en la revista Liberty, que causó la llegada de 800 cartas y la petición de varios cientos de ejemplares del libro de Bill W.

El artículo originó la publicación de un escrito, en marzo de 1941, en Tbe Saturday Evening Posf, con el título de «Alcohólicos Anónimos». Causó sensación, y brotaron grupos en todo el país: muchos de ellos basados en alguna persona desesperada que había leído el libro y trataba de poner en práctica sus principios. Traducido ya a 13 idiomas, se vendieron más de 70,000 ejemplares del libro tan sólo en 1985, y hasta la fecha se han vendido más de cinco millones en total. El grupo que Bill inauguró en Brooklyn en 1935 ha crecido hasta tener 70,000 grupos afiliados en todo el mundo.

ESA FUE la historia que Bill W. nos contaba cada año en las oficinas centrales de AA.

El 24 de enero de 1971, a la edad de 75 años, Bill falleció de enfisema. Dos días después, el Times de Nueva York publicó la nota necrológica en la primera plana, y el mundo conoció su nombre completo: William Griffith Wilson.

Epílogo. En julio de 1985, yo estaba en el podio deí Estadio Olímpico de Montreal y veía casi 50,000 rostros de 54 de los 114 países miembros de AA, inclusive cuatro afiliados de Polonia, nuestros primeros representantes de un país situado tras la Cortina de Hierro.

«Mi nombre es Bob P.», dije, «soy alcohólico. Bienvenidos al quincuagésimo aniversario de Alcohólicos Anónimos».
Un clamor surgió de todas partes, un sonido exuberante que seguía y seguía.

Mientras yo escuchaba aquel rumor, y a los oradores que me siguieron, comprendí que cada uno de nosotros estaba rindiendo homenaje a la persona más inolvidable de nuestras nuevas vidas: Bill «W.

La historia del fundador de Alcoholicos Anonimos

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